Capítulo 2: "Sonrisas"
Posted in Eternidad
Crecí como crecería cualquier niña que vive en una juguetería, como si tuviera su propio paraíso para ella sola. Mi padre siempre me tenía con él, y le acompañé en el taller de juguetes, en la trastienda de nuestra tienda, bajo nuestra casa, aún cuando ni siquiera sabía andar. Me solía poner en una de esas sillas para bebés, dejaba que me entretuviera con algún juguete mientras que él reparaba los juguetes o los fabricaba, teniendo que dejarme sola cada vez que sonaba la campanilla y tenía que atender a alguien.
Dice que cada vez que me dejaba sola, me ponía a llorar y que acababa desatendiendo al cliente para cogerme en brazos. La mayoría de las veces, los clientes se quejaban, y casi nunca volvían. Pero decía que prefería perder un cliente antes que oírme llorar.
La primera palabra que dije, fue "papá". Tal vez la mayoría de los niños aprendan a decir mamá antes que ninguna otra palabra, pero yo nunca la escuché, y no conocía su significado. Creo que hoy en día, sigo sin conocer su significado, pero es algo que tampoco...
me cuesta entender. Lo más curioso de todo es que nunca he dicho esa palabra. Nunca la aprendí.
me cuesta entender. Lo más curioso de todo es que nunca he dicho esa palabra. Nunca la aprendí.
Mi padre me contó que fui una niña buena. Gateé tarde, y por eso gateé poco, porque ya tenía edad para aprender a andar y debí ver eso último mucho más entretenido. Me contaba que lo revolvía todo, que cogía todos los juguetes de la tienda, que no paraba quieta y que tenía una tremenda manía de abrir puertas y cajones. La primera vez que hice magia, tenía tres años. Fue durante una rabieta, porque me había encariñado con un oso de peluche que habían llevado al taller para reparar, y cuando me lo quitaron para devolvérselo a su dueño, debí recibir el peor golpe de mi corta vida hasta ese momento. Tal fue mi rabia que hice que todas las luces de casa se apagaran. Mi padre siempre creyó que sería una talentosa bruja, por lo pronto que hice magia. Pero a veces las cosas no son lo que parecen. A veces también hacia volar objetos a los que no llegaba para alcanzarlos, y la mayoría de las veces, se trataba de juguetes.
Con el paso de los años, dejé de ser esa niña revoltosa y traviesa que no paraba quieta. Fui haciéndome más solitaria, más tranquila y callada. Tengo pocos recuerdos de esa temprana infancia, esos primeros siete u ocho años de vida que quedan convertidos en el vago recuerdo de un sueño. Es triste que no podamos recordar nada de esos momentos que tan importantes son en nuestras vidas. No somos capaz de recordar como fue cuando dijimos nuestra primera palabra, o cuando dimos ese primer paso que determinaria nuestro inicio en la vida. Pero así de severo es el tiempo y así de traicionera la memoria.
Uno de los recuerdos más lejanos que conservo más vívido, es el de aquellos niños, vecinos de Godric's Hollow, que un día fue a comprar un juguete con su madre. Mi padre hablaba con él como si le conociera de hace mucho tiempo, parecia nervioso y muy feliz de conversar con él. Yo no recuerdo nada de esa conversación, solo recuerdo que salí de la trastienda cuando oí las voces de los niños y que había tres, uno de rizos castaños que observaba el tren junto a su hermano, de ojos verdes y pelo despeinado, mientras que la niña se paseaba por delante del estante de las muñecas. Junto a mi padre, estaban los padres de aquellos niños. Él tenía gafas y el mismo pelo desordenado que el niño de ojos verdes, y ella tenía el pelo rojo, igual que la niña. Me fijé en ella, porque era muy bonita, y porque al verme me dedicó una sonrisa muy dulce. Yo me quedé apoyada en la entrada del mostrador, apoyada en este, medio escondida, como hacía siempre. Pero aunque siempre me avergonzaba con los desconocidos, esta vez, sonreí. La niña se acercó a la mujer y tiró de su falda. La dijo:
-Mamá, quiero esa muñeca... -murmuró con una voz dulce, señalando a una muñeca de trapo con trenzas tirolesas-
La mujer miró a la muñeca y cogió la mano de la niña. Le pidió que le llevara a verla y cuando se acercaron al estante, cogió a la muñeca, bajándola del estante para que la niña pudiera cogerla. La pequeña sonrió cogiendo a la muñeca, abrazándola como si ya la quisiera, y yo les miraba mientras tanto. Desde allí, la mujer le preguntó a mi padre:
-¿Cuanto cuesta esta muñeca?
-Dos galeones -le respondió mi padre con una afable sonrisa-
-Entonces me la llevaré -se acercó al mostrador con la niña y al quedar cerca de mí, me acarició la mejilla- ¿Cómo te llamas, guapa? -me preguntó-
Como solía hacer siempre que se acercaba a mí algún desconocido, miré a mi padre. Este me hizo un gesto para que le respondiera, y susurré mi nombre en voz muy baja. La mujer, dijo:
-Oh, que nombre tan bonito.
Yo sonreí con su sonrisa. No la perdí de vista en ningún momento. Me gustaba su sonrisa, su dulzura, el modo en que me había acariciado la cara. Me gustaba como sonaba esa palabra con la que sus hijos se referían a ella, "mamá", la paciencia con la que les decía que no podían llevarse eso o lo otro, y el genio y temperamento que mostraba con ambos cuando les pedía que estuvieran quietos. Cuando se fueron, me despidió, llamándome por mi nombre, y yo le devolví la sonrisa.
-¿Sabes quien era ese hombre, Ever? -me preguntó mi padre, mientras echaba el dinero de la compra a la caja registradora- Harry James Potter -me dijo- El hombre que salvó al mundo mágico, ese del que tantas veces te he hablado
Yo me dormía cada noche oyendo un cuento del gran Harry Potter, el que estaba en Segundo Año cuando mi padre llegó a Hogwarts. El hombre que mató a una serpiente que mataba a todo el que le mirara, el hombre que se enfrentó a docenas de dementores, el ganador de un Torneo muy peligroso, el que derrotó a Lord Voldemort, aquél al que durante mucho tiempo llamaron Quien-Vosotros-Sabéis... Había imaginado al héroe de esas historias de todas las maneras posibles, pero no así: un hombre normal y corriente, padre de sus hijos, afable y sonriente, que parecía tan normal como todos. En ese momento, yo pregunté:
-¿Y ella quien es?
Mi padre levantó la mirada, y me miró sonriendo:
-Ella es Ginny Weasley, su mujer, la hermana de Ron, su compañero de heroicidades, el que jugó esa partida de Ajedrez de la que te hablé, ¿te acuerdas? Y el que destruyó un Horrocrux y...
-Es muy guapa... -dije, interrumpiéndole-
-Mucho, ¿verdad? - mi padre sonrió- Y sus hijos también lo son,
Suspiré. En aquella mujer había ejemplificado lo que era una madre. En ese momento, y por primera vez en mi vida, me surgió una duda y tuve que preguntarle algo:
-¿Por qué yo no tengo madre, papá?
Mi padre se quedó inmóvil, mirando al dinero que tenía entre las manos. Tardó mucho en levantar la vista y mirarme, y cuando lo hizo, sus ojos estaban muy brillantes. Tragó saliva fuertemente y dejó el dinero, cerrando la caja. Se acercó a mí y me cogió la mano, llevándome a la trastienda. Allí se sentó en su silla de siempre, me cogió y me sentó en su regazo. Fue en ese momento cuando me contó que mi madre me había abandonado. Pregunté por qué, porque a esa edad, todos nos hacemos preguntas, y queremos respuestas. Él no pudo responderme.
Creo que ya en ese momento, empecé a odiarla.
Alguna vez más vi a la señora Potter con alguno de sus hijos de la mano. Fue curioso. Para mi padre, Harry Potter era ese héroe que todos teníamos que admirar, pero ante mis ojos de niña, ese héroe era un padre, solo un padre. Le admiraba por sus actos, y por habernos salvado, y esa admiración creció conmigo, transmitida por mi padre. Pero para mi, la heroína era ella, porque era una madre. Y para mí, eso si que era admirable.
Pasaron los años. Crecí en aquella normalidad rutinaria, los juguetes, la tienda, nuestra casa, Godric's Hollow. No tenía amigos, ni los necesitaba. Mi universo se resumía a mi padre y a mí, nuestros juguetes, y nuestra vida. No había cabida para nada ni nadie más. Un día, cuando yo tenía ocho años, mi padre volvió a la juguetería tras haber salido a por cambio a la relojería de los Meunier con algo entre sus manos. Parecía contento.
-Ever, mira lo que he encontrado.
Me bajé de la silla en la que estaba sentada leyendo un libro de cuentos, y me acerqué a él. Mi padre se acuclilló y sentó en el suelo a un horrible payaso sucio vestido de azul y de blanco, con una sonrisa que se me antojó diabólica. Di un respingo y retrocedí un paso. Mi padre me miró sonriendo:
-¿Qué te pasa?
Miré a mi padre con ojos titubeantes.
-Me da miedo, papá.
Mi padre me miró como si no diera crédito a lo que estaba oyendo. Con el gesto estupefacto, y una sonrisa en la cara, exclamó:
-¿Miedo? -miró al payaso, con las largas piernas extendidas hacia delante, los brazos laxos a los lados del cuerpo de trapo, y la sonrisa muy viva en la sucia cara- ¿Por qué? Solo es un juguete...
-Pero es... Es... -le señalé- Mira que cara tiene, papá...
Mi padre rompió a reir a carcajadas. Se sentó en el suelo y palmeó el suelo:
-Ven aquí, anda.
Obedecí, acercándome, sentándome frente a él, y sin perder de vista al payaso. De cerca se me antojó más terrorífico aún. Mi padre tomó aire y le colocó la ropa al payaso.
-¿Sabes donde estaba este juguete? -yo negué con la cabeza- Estaba tirado en la calle, entre unos cubos de basura de la calle Storm -me miró- ¿Entiendes lo que significa eso?
Yo me quedé mirando sus ojos, esos ojos que me devolvía mi propio reflejo, ese reflejo en el que era capaz de ver mis propios sueños. Asentí con la cabeza, pues muchas veces me había hablado de lo que significaba tirar un juguete a la basura.
-Este juguete ha sido el compañero de algún niño. No sabemos cuantos años habrá sido su compañero, pero imaginemos que lo ha sido desde la cuna. Este juguete habrá estado velando por ese compañero todos esos años, le habrá sacado las mejores sonrisas, le habrá hecho vivir los momentos más felices... Y de pronto un día ese niño, se hizo mayor, no sabemos cuanto de mayor, pero si lo suficiente para dejar de serlo, y de creer en el poder de la magia y de la fantasía. Y sale de su casa con él bajo el brazo y decide que ya no quiere tenerlo más tiempo en su vida, se acerca a unos cubos de basura y lo deja ahí...
La historia que me cuenta mi padre me enternece. Miro al payaso mientras continúa:
-Así de fácil, decidió esa persona sacar a su amigo de su vida. Tan solo acercarse a esos cubos y dejarle ahí tirado, sabiendo que ya nunca más volverá a verle. Y entonces ese juguete, abandonado y solo, se queda inmóvil, viendo como su compañero le deja, y dándose cuenta de que ese amor que le tuvo cuando jugaba con él a cada hora del día, cuando parecía que lo era todo para él, ya no existe.
Miro de nuevo a mi padre, con tristeza. Este sonríe, levantando una ceja.
-Y mírale... -señala al payaso- Le han abandonado, está solo, y en cambio él... sigue sonriendo.
Sonreí. Mi padre siempre sabía como hacerme comprender el lado bueno de las cosas. Hasta esa sonrisa terrorífica se me hacía dulce y noble ahora, y conseguía apenarme. Así fue como mi padre me explicó que jamás había que perder la sonrisa, pasara lo que pasara.
Con una sonrisa, se levantó, y dijo:
-Así que vamos a limpiarle, a restaurarle y a lavar y coser sus ropas, ponerle los cascabeles que le faltan y arreglarle ese dedo roto, para ayudarle a encontrar a otro amigo por el que seguir sonriendo. ¿Me ayudas?
Asentí con la cabeza, sonriendo, muy segura de sus palabras, y le seguí a la trastienda.
Reparamos al payaso y una vez estaba como nuevo, mi padre le colocó en una estantería en la que se pasaría muchos años. Poco a poco, dejó de darme miedo, y se convirtió en un icono de nuestra tienda, un símbolo de la misma. Un día, no recuerdo cuando, empezamos a referirnos a él con un nombre: Sonrisas.
Pasarían muchos años hasta que Sonrisas encontrara de nuevo a alguien que le quisiera. Pero desde ese estante en el que fue testigo del paso de los años en nuestro pequeño universo, Sonrisas nos contemplaba siempre manteniendo esa sonrisa que le dio nombre.
Y jamás dejó de sonreír.
0 comentarios: