Muerte de una estrella
Posted in Ever Dawson, Scorpius Malfoy
Cassiopea es una estrella que murió hace trescientos años, pero después de su muerte, sigue encendida en la inmensidad del firmamento. Así es como en ese momento siento yo mi mundo: encendido, con una luminosa luz imperecedera y cuya magnificencia lo supera todo. Sus labios contra los míos, son como un alivio para mi alma, y bajo la toalla que envuelve mi cuerpo desnudo, aún tembloroso y frío, empiezo a sentir como mi sangre comienza a fluir por mis venas impulsada por un corazón que late buscando el ritmo de otro corazón: el suyo.
Noto su brazo envolver mi cintura y atraerme contra su cuerpo, y mis manos se deslizan por su torso desnudo, mojado, tan apetecible y suave que siento que puedo saborear su piel con las palmas de mis manos, tanto como puedo saborearle en mi boca, en esa lengua cálida y hábil que me recorre con una caricia que convierte todo mi cuerpo en un incendio. Por eso, cuando se aparta de mis labios, cuando deja de besarme, yo busco su boca con la mía, incapaz de permitir que se aleje.
-Ven...
Le oigo susurrar mientras noto como rodea mi muñeca con la mano izquierda tirando de mí con sutileza. No necesita pedirme que le siga para que lo haga. Le seguiría a cualquier parte, a través del tiempo y de la muerte, más allá de la eternidad, le seguiría hasta donde no existiera. Me conduce fuera del cuarto de baño, mientras siento en mis pies descalzos la aspereza del suelo roto, y entramos al dormitorio en el que tantos instantes únicos hemos vivido ya, y que aún nos quedan por vivir.
Se detiene junto a la cama y me atrae contra su cuerpo tirando suavemente de mi mano. Me detiene su torso aún mojado que percibo frío cuando mis manos se detienen de nuevo en su cuello. Con las yemas de mis dedos busco el latido de su corazón en este, ese bombeo sutil que me recuerda que está lleno de vida y que su vida es mía. Atrapa mi boca de nuevo con la suya con tanta pasión y con tanta delicadeza al mismo tiempo que no puedo contener una sonrisa de júbilo que muere en ese beso que hace que mi respiración se agite y mi corazón se desboque. Mis manos descienden por su torso, apreciando cada una de las curvas que lo definen, como si fueras una estatua de mármol, brillante por el agua, fría por el frío... Mis dedos encuentran el borde de la toalla y hago que esta caiga a sus tobillos cuando le deshago de ella.
No me desuno de sus labios ni un solo instante, aunque ahora, a la tibia luz de aquella habitación, me gustaría poder contemplar su cuerpo desnudo y darme el placer de pensar que es mío. Pero sus labios en los míos, su lengua lidiando con la mía, y sus manos subiendo desde mi cintura hasta mis hombros, para apartarme la toalla que me envuelve, imperan por encima de ese deseo. Cuando siento que me quedo desnuda, el aire frío de aquella habitación me golpea con una caricia invisible, que contrasta con la sensación de calor que hay dentro de mi cuerpo. Rodeo su cuello con mis brazos, envolviéndole en un abrazo, mientras la sensación que obtengo al oprimir mis pechos contra su torso, me produce un escalofrío de tibio placer.
Mientras tanto, sus manos acarician mi espalda, bordean mi cintura y se detienen en mis caderas. La izquierda, viaja de nuevo por mi piel, se detiene en mi vientre y se posa ahí un pequeño instante antes de descender hasta el calor que acrecienta cada vez entre mis muslos, arrancándome un gemido que queda atenuado, muerto, decrépito y marchito en su boca. Puedo sentir el roce de sus dedos al acariciar la cálida humedad de mi sexo, cuando certeramente y ejerciendo la presión adecuada, friccionan la parte más sensible de mí despacio, lentamente, haciendo de ese roce un delirio de inconmensurable placer que desequilibra mi cuerpo, firmemente sujeto por su brazo rodeando mi cintura. Detengo mi lengua al jadear, y con los labios entreabiertos siento como aún tu lengua sigue acariciando mi boca, para después mordisquear suavemente mi mentón y bajar por mi cuello, alcanzando uno de mis pechos. Poso mis manos en sus hombros, y echo la cabeza hacia atrás mientras contraigo las nalgas contra sus dedos, sintiendo los movimientos de estos en mi cuerpo, provocando un delicioso cosquilleo, pero que no es suficiente para todo el deleite que necesito.
Mientras sus labios rodean el erecto pezón de mi seno izquierdo, llevo una de mis manos a la que él sepulta entre mis muslos. Con mis dedos guío los suyo e introduzco uno de ellos dentro de mi cuerpo torturado por ese placer que recorre todo mi cuerpo. Con la otra mano, acaricio su pelo, revolviéndolo, mientras él acaricia mi otro pecho con la otra. Presiono su mano contra mi sexo, llevándole a lo más hondo de mí, y dejando que él se mueva en mi interior como sólo él sabe hacer. Noto que me empuja suavemente mientras avanza hacia la cama, soltando mi pecho para rodearme la cintura e impedirme caer si así ocurriera. Mis piernas dan contra el borde de la cama y él me sienta delicadamente en esta sin dejar de mover su mano entre mis muslos, acuclillándose delante de mí... Es en ese momento cuando detiene su movimiento y sale de mi interior para separar mis rodillas un poco más dejando espacio a su rostro para internarlo entre mis muslos, buscando con su boca el calor que cada vez se hace más intenso en mi entrepierna. Puedo notar su lengua acariciando con sutileza ese rincón secreto haciendo que enloquezca, y apoyo mis manos en el colchón ,detrás de mí, elevando un poco las caderas, buscando mayor placer, mientras noto como sus manos se clavan en mis caderas.
Me entrego a ese placer, dejándome caer en los brazos de este. Siento que ese inenarrable gozo me esclaviza, me convierte en su títere, solo puedo dejarme llevar por cada movimiento que hace que ese placer se haga más intenso, y olvidarme de todo lo demás, y cierro las manos alrededor de las sábanas con tanta fuerza que me hago daño cuando su caliente lengua recorriéndome provoca la exaltación final del caótico placer que ha producido en mí. Gimiendo y jadeando le miro a los ojos cuando levanta el rostro y yo me echo hacia delante cogiendo su rostro entre mis manos, elevándolo, contemplándolo, acariciándolo antes de buscar su boca con la mía, entre jadeos y gemidos aún con el paroxismo de ese instante único palpitando entre mis muslos, besándole como si me sintiera hambrienta de esa boca que alivia tanto mi sed. Siento sus manos por mi espalda, elevarse por mis costados y volver a mis pechos. En un cierto momento me hace daño, pero evito que se note. Recorro su cuello y me detengo en sus hombros de nuevo, no dejo de besarle, de saborearle, de sentirle, permanezco sentada al borde de la cama y él continúa arrodillado en el suelo.
Me aparto de sus labios y le miro a los ojos. Recuerdo todas esas cosas que me has dicho hace unos minutos, aquella alegoría de una estrella robada de un firmamento que es solo nuestro. Me arrastro por la cama hacia atrás, cogiendo su mano para que me siga, y aparto las sábanas para posarme sobre el colchón, tendiéndome en este, y separando las piernas ligeramente para que pueda posarse sobre mí. Cuando lo hace, siento de nuevo la vanidad incontrolable de creerme inmensa por tenerle acostado sobre mi cuerpo, buscando mis ojos con los suyos, encontrándose en mi mirada de la misma manera que yo me encuentro en la suya, y deteniendo el tiempo cuando vuelve a besarme mientras sus caderas se instalan en el espacio que hay entre mis muslos, y adentra en mi cuerpo haciendo del placer poesía, y de la poesía un hecho carnal que solo puede explicarse con un gemido desgarrando mi garganta, la tensión de mis músculos, con mi espalda al arquearse o con ese gesto de placer que contorsiona mi rostro mientras mis manos temblorosas arañan suavemente su espalda a la vez que las suyas se aferran con fuerza a las sábanas. Mis caderas se elevan, se mueven al ritmo de las suyas, mientras siento como su sexo me recorre por dentro quemándome con una dulce llamarada que hace que me muerda el labio. Siento un escalofrío de placer, un placer sin parangón, sin precedentes, como siempre ocurre cada vez que me posee. Clavo mis talones en el colchón, gimo y me fundo con ese cuerpo que nació para ser mío, y para el que yo nací.
¿Qué ocurre cuando muere una estrella? Una explosión que genera millones de partículas de polvo que al arder en el universo produce una nube de gas que crea infinitas nubes de colores. A cincuenta millones de grados y a una velocidad de dieciséis millones de kilómetros por hora, aquellas partículas de polvo ardiente derriten el aire. Eso está pasando en ese momento, cuando alcanzo el clímax final bajo su cuerpo ardiente y sudoroso: una explosión estelar en un universo único y mío en el que millones de partículas de luz arden creando un universo de colores infinitos.
Ardiendo con ese fuego dejo un último gemido salir de mi garganta cuando empiezo a relajar mi cuerpo, que ha estado tenso como un arco mientras él lo poseía y torturaba dulcemente con ese placer con el que lo había estado fustigando durante los últimos seis minutos y ventiseis segundos: el tiempo que ha tardado en explotar esa estrella del firmamento que un día, esa persona, convirtió en el cielo de Cassiopea. Es en ese momento cuando recibo su orgasmo, cuando siento como su cuerpo se contorsiona por el placer inconmensurable que mi cuerpo le ha proporcionado, cuando siento como su sexo late dentro de mi palpitante cuerpo, cuando siento como al mismo tiempo que un ronco gemido acaricia mis labios, y su corazón se desenfrena, el dulce torrente del néctar de la vida se derrama dentro de mi cuerpo. Y es en ese momento cuando sus ojos, posados en los míos me siguen haciendo el amor y percibo otro clímax cuando su mirada me lo causa, un clímax diferente, pero no por ello menos extraordinario, pues ese es el clímax del alma, cuando esta siente que ha comulgado con su otra mitad, en una comunión sagrada, y un pacto irrompible.
La sonrisa arde en mi rostro, tanto como mi corazón en mi pecho, mientras siento como ese segundo corazón late aún dentro de mí. Mis latidos tan frenéticos como los suyos se fusionan con ellos cuando ambos corazones se unen en un beso a través de la piel que los cubre, cuando su pecho se posa sobre el mío con una tierna levedad. Sus labios vuelven a los míos, se derriten en ellos mientras los míos sufren de dolor por todo ese calor que los quema.
-Te quiero, Ever Dawson...
Concluye entre mis labios como colofón a ese instante que no termina nunca. Y yo, posando mis manos en su rostro, le juro:
-Te quiero, Scorpius Malfoy
Porque no es una palabra, ni una frase. Ni siquiera es un "te quiero". Es un juramento, un pacto inquebrantable y eterno. Una promesa que no termina nunca, como la eternidad, que nunca acaba.
Como Cassiopea, que 300 años después de su muerte, sigue encendida en el cielo.
0 comentarios: